
Sobrevivir a una bala perdida: 15 años después

La noche del 26 de abril de 2010 marcó para mí algo más que una simple anécdota. A las 22:30 horas, en medio de una ciudad que vivía los estragos más duros de la violencia, sobreviví a un disparo.
Todo comenzó como cualquier salida entre amigos. Después de cenar en el ya extinto Sirloin Stockade, junto a un excompañero de El Siglo de Torreón, decidimos hacer una breve escala en la Plaza del Eco. Estaba en plena producción de un videoreportaje junto a Blanca Hernández, editora de la sección La Laguna, sobre cómo los niños habían dejado de jugar en las calles debido a la violencia.
Al llegar al área de juegos, noté algo extraño: un pequeño automóvil se detuvo de manera sospechosa. La intuición —esa herramienta que a veces salva vidas— me llevó a pedirle a mi amigo que nos moviéramos hacia la cancha de basquetbol. Lo que no sabíamos era que el peligro ya nos seguía.
Un frenón de llantas nos alertó. Dos jóvenes bajaron apresurados. El copiloto, un muchacho delgado con el típico estilo reguetonero de la época —camiseta negra con brillantes y gorra— disparó al aire y nos ordenó:
«¡Alto, pinches halcones! ¡Tírense al piso!»
Mi entonces compañero venía detrás de mí. Apenas si volteé para advertirle. Nos sentamos en el suelo, con una mezcla de miedo y adrenalina. El joven, que a duras penas superaría los veinte años, se acercó apuntándome de pies a cabeza. Nos exigió celulares y «alhajas», usando expresiones de alguien mayor.
Recordé que llevaba dos teléfonos. Arrojé hacia él el celular de la empresa. Tomó ambos dispositivos con una sonrisa extraña, mezcla de nerviosismo y locura. No pidió más: ni la cámara ni la camioneta . Pero antes de marcharse, accionó el arma.
Sentí el impacto frío y punzante en mi pierna izquierda.
El calibre .22 no produjo un gran estruendo, pero el daño estaba hecho. Subieron nuevamente a su vehículo y, entre risas, dispararon al aire, dejando claro que no debíamos seguirlos.
A pesar del dolor, entendí que había tenido suerte. Mi experiencia cubriendo desde recetas de cocina, partidos del Santos y balaceras, no me había preparado para enfrentar el miedo real de morir en una noche cualquiera.
Mientras intentaba incorporarme, vi cómo un joven seguía jugando básquetbol como si la vida, o la muerte, no pasaran a su lado. También un matrimonio y una señora mayor paseaban por la plaza. Ellos sí mostraban miedo genuino. Era común que esa zona, al ser una salida hacia Gómez Palacio, fuera escenario de estos hechos.
Intenté levantarme, pero el ardor y la sangre me lo impedían. Mi amigo aún impactado, pensó que eran balas de salva. Le pedí que me ayudara a levantarme y vi el temor en la familia cercana. Para tranquilizarlos, saqué mi gafete de prensa, que siempre portaba. Eso calmó un poco la tensión.
Pedí ser llevado a una banca. Sabía que la Cruz Roja no entraba sin la presencia previa de policías, ejército o federales. Decidí llamar al reportero de nota roja, Memo Vacio, para que avisara que la zona ya estaba segura.
Poco después, llegó la Policía de Torreón. Tratando de no alarmar a mi madre, intenté contactar primero a mis hermanos. No hubo respuesta. Tuve que hablarle directamente a ella para pedirle que llevara mis papeles del Seguro Social, sin decirle que había recibido un disparo.
En paralelo, Memo Vacio llegó con una pregunta enviada por Enrique Irazoqui, uno de los dueños de El Siglo de Torreón:
¿Deseaba ser llevado al Sanatorio Español?
Sin embargo, yo trabajaba para una empresa alterna que no ofrecía prestaciones extra. Pensé que iría directo a quirófano, pero solo se me realizaron rayos X y curaciones.
El médico me explicó:
«Tienes buen hueso. La tibia detuvo la bala. Solo fue una fisura. No es necesario extraerla.»
Esa noche no pude dormir.
El cobro del hospital y otros detalles fueron, como suele ser para los periodistas de a pie, otra batalla aparte. Lo que no atendí en ese momento —y ahora reconozco— fue la salud mental.
Atender el trauma post-violencia es indispensable, tanto en lo personal como en lo laboral.
Era 2010 en La Laguna. Y sobrevivir a una bala perdida era, tristemente, parte del costo de vivir.